La estirada
del arquero camerunés, Jaques Songoo, es estéril no importan sus 182 cm ni su
rechazo de un metro, no llegará a un balón que se colará por el ángulo
izquierdo de su arco. Tampoco podrán, los 5 de verde que se unen en torno a un
muro humano, evitar que la pelota los burle por arriba de su humanidad, ni
siquiera, al tener en cuenta que la suma de su estatura con su rechazo da más
que los 2,44 mts que tiene la portería como altura. Ya está todo definido, el
joven que lanzó una caricia con el guante que tiene en el botín izquierdo corre
a celebrar su tanto, mira, apunta y habla hacía el cielo. Sólo Dios sabe si lo
escucharon.
Un estadio
lleno, lleno de esperanzas, de ansias, nerviosismo y pasión que se emplaza en el
centro del puerto pirata. Allí ante la
mirada atónita de los locales, un hombre se vuelve a enfrentar a su destino.
Desde el punto penal cumple con una promesa y lo festeja corriendo emocionado
rumbo desconocido, vuelve a mirar al cielo, vuelve a apuntar al cielo, algo le
dice al cielo. Sólo Dios sabe lo que eran esas frases.
Santiago, 26 de Mayo de 2013.
Ya no
juega, pero lidera a un equipo que creyó en él hasta las últimas consecuencias.
Luego de 17 fechas de intenso campeonato y de 4 meses de lucha, su convicción
lo lleva a levantarse después de un mazazo recibido en el puerto de Talcahuano.
Cuando la lógica invitaba a cuestionarse hasta la forma de caminar, el siguió
su camino con la porfía de quien está seguro de lo que hace. Terminó abrazando
a jóvenes que con suerte lo vieron jugar, luego de eso mira al cielo, le habla
a alguien, le apunta a alguien. Sólo Dios sabe si ya, por fin, pagó su deuda.
El hombre
de estas tres historias se llama José Luis Sierra Pando, es el director técnico
de Unión Española, el flamante nuevo campeón de nuestro fútbol profesional. Un
hombre que siempre se preocupó de aportar desde la tribuna en que le tocó
estar. Su destino estuvo marcado a fuego por los colores de su amada Unión
Española, hijo de una familia ibérica en donde todos participaban del club de
colonia, creció imaginándose en la cancha de la que entendió era su segunda
casa: el Estadio Santa Laura.
Hijo de un
hombre que también dedicó gran parte de su vida a la furia roja, sintió siempre
el deseo de entregar alegrías a los suyos.
A esa misma gran familia con la que había crecido y compartido tanta
pasión en torno a los colores rojo y amarillo.
Logró estar
en el equipo Campeón de la Copa Chile, el mismo que fue la base de los cuartos
de final de la Copa Libertadores en 1994. Pero a pesar de tanto logro, José
Luis no pudo entregar a la Española un campeonato nacional que extrañaba desde
1977. Incluso, tuvo la complicada misión de hacer uno de los goles con los que
Colo-Colo venció a Unión en el clausura 1997, campeonato en que los hispanos
bajaron a primera B. Aquella triste tarde de Santa Laura, José Luis se tapó la
cara con su camiseta, no quiso mirar a nadie, no se atrevía a ver a los ojos
a los que lo habían observado crecer en esos mismos pastos, tuvo que ser el verdugo
de una parte de su propia vida y hasta en eso fue profesional. Mientras el
equipo donde jugaba era campeón, el amor de su vida descendía por primera vez
en la historia.
La historia
de José Luis es la de muchos hinchas rojos, que nacieron en una familia ligada a este equipo que se volvió grande y gigante en nuestro país.
La historia del Coto es la de tantos fervientes que lo perdonaron en Santa
Laura el ´97, como un padre que perdona a un hijo, y lo enaltecieron a la calidad de ídolo el 2005. Pero no sólo eso,
ya que este domingo por primera vez pudieron gritar campeón en su propio
estadio, el mas antiguo de nuestro fútbol, una verdadera catedral emplazada en
el casco histórico de la ciudad. Ahí mismo, pero sin una polera roja, sino que
como guía y una especie de padre, José Luis, el Coto, se inmortalizó y celebró
la séptima corona de la Unión. Una corona con sabor a convicción porque nunca extravió
su brújula ni siquiera cuando perdió con O´Higgins ni cuando cayó en La Calera
ni cuando se le fue el titulo en el último suspiro en el CAP. Mantuvo la
bandera al tope y prefirió morir con las botas puestas y el balón bien jugado
al pie. Como todos en la vida debió soportar múltiples pruebas para obtener
unos pocos momentos de felicidad, ahora disfruta de uno, uno mágico como aquel
en Francia ó el de Coquimbo, en ambos se acordó de su difunto padre, el que le
enseñó el camino que siguió toda su vida, al que no quiso mirar cuando debió
sentenciar a irse a los potreros a la Unión que le pertenece a los dos. Ahora ya más
maduro, José Luis pagó todas sus deudas, fue campeón como jugador y como
entrenador, le entregó su vida profesional a su equipo y se creó un nombre
propio en la institución. Ahora ya más
sereno, José Luis mira al cielo y no llora, sólo sonríe, porque entiende que en
el paraíso hispano, donde ya están sentados el Nino Landa y Julio Martínez,
tiene su lugar ganado: a la derecha del padre, su padre.